Yalá tenía la habilidad de robar la sal de cualquier objeto inanimado que la contuviera. Tan pronto como tocaba con sus dedos una roca o un puñado de arena, en su mano aparecían cristales de sal. Su tribu la adoraba. ¡Cómo no iban a hacerlo si vivían en el desierto!
Para su supervivencia en ese entorno tan hostil, disponer de sal era tan necesario como tener agua. En su vagar por los caminos paraban en los pozos y Yalá se encargaba de proporcionarles sal en su travesía.
Un transitar tranquilo, sin sobresaltos y con la libertad que supone tener a su disposición la inmensidad del vasto desierto.
Una mañana se dieron cuenta de que Yalá no estaba. Había dejado un pequeño montón de sal para ellos. Durante horas la estuvieron buscando sin esperanza. Sin rastro de Yalá, tan pronto como amaneció, siguieron su camino.
Yalá había huido buscando una vida diferente, no quería seguir vagando por el desierto. Localizó un poblado. Allí encontró un mundo distinto, nuevo y con muchas posibilidades.
Para ganarse la vida usaba su habilidad extrayendo la sal para proveer a los habitantes y, ocasionalmente, para distraer a los viajeros en su camino. Todos ellos le daban unas monedas tan pronto veían los pequeños cristales en su mano. Su magia corrió de boca en boca por todo el desierto. Ningún viajero perdía la oportunidad de conocer a Yalá y llevarse un puñado de sal. Las visitas al poblado fueron en aumento.
Con el transcurrir del tiempo y a pesar de los visitantes, la vida fue perdiendo vigor y color. Los animales enfermaban más que nunca, no producían tanta leche, los habitantes estaban desanimados, los tintes de la lana no tenían el mismo brillo y algo le pasaba a la comida.
Yalá había envejecido, estaba exhausta y con poca fuerza. Nadie se había percatado, nadie le había dado importancia a la sal, sin embargo, poco a poco su escasez estaba acabando con ellos.
El ganado y los pobladores se estaban quedando sin fuerzas. La falta de sal les había envuelto en tristeza y en apatía. Cada vez costaba más conseguirla. La única capaz era Yalá y ni siquiera ella conseguía tanta sal como hacía años. Empezaron a considerarla una maldición, un castigo. No era útil y, además, era la culpable de la situación.
El tiempo pasaba y el poblado ya no tenía ninguna esperanza de futuro. Mantener vivo al ganado era cada vez más costoso. La lana de las ovejas ya no era tan tupida. Las mantas para las frías noches del desierto ya no protegían como años atrás y los vistosos colores de sus atuendos estaban desvaídos. Empezaron a pasar hambre. La falta de sal y el calor les obligaban a consumir más agua. El pozo se fue secando y aquellos que intentaban usar agua para extraer un poco de sal de la arena tenían prohibido hacerlo.
Durante mucho tiempo el talento de Yalá les había permitido acumular muchas monedas. Sin embargo eran los ricos más pobres del mundo. Tenían lo único que no les servía para vivir en el desierto.
Al darse cuenta de que su egoísmo y el talento de Yalá era lo que les había arruinado, ésta fue repudiada y expulsada. Intentaron retornar a la vida anterior pero ya era demasiado tarde. No transcurrió mucho hasta que el poblado desapareció y sus habitantes se desperdigaron.
A Yalá no le quedó más remedio que volver con su tribu. La acogieron y le hicieron comprender que todo guarda un equilibrio que no se debe alterar. Su tribu, a lo largo de sus viajes, nunca había ido por el mismo camino. Sabían que coger sal, que es el oro del desierto, no debe hacerse a la ligera. Al vivir en el poblado, Yalá había alterado ese equilibrio.
Desde entonces se oye decir : “Yalá le ha robado la sal” cuando alguien tiene mucho dinero pero no tiene una vida feliz e intensa.
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