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¡Déjame hablar!

Empiezo con una pregunta, ¿qué relación guardan los valores no epistémicos con los testimonios y qué influencia tienen en el conocimiento?
    La definición de testimonio es la siguiente: es una afirmación de algo. El término proviene del latín testimonium y está vinculado a una demostración o evidencia de la veracidad de una cosa. 

    En la explicación aparecen dos conceptos que están directamente vinculados con el proceso científico, la evidencia y la verdad, de lo que se deduce que los testimonios son fuente de conocimiento. Al estar relacionados con la comunicación debe existir un reconocimiento y una confianza por parte del receptor hacia el emisor del testimonio. Esto nos lleva directamente a la conclusión de que en muchos casos los emisores han sido considerados fuentes legítimas si en el entorno se ha decidido que deben ser oídos y que sus palabras pueden tener cabida en la creación de conocimiento.


Imagen propia

    En la actualidad, el alcance comunicativo de los testimonios es muchísimo mayor que en épocas anteriores donde la comunicación se producía en entornos más pequeños y con menor trascendencia. El proceso de globalización ha permitido que tengamos testimonios de un gran número de personas. Con ello surge el problema de encontrar la fiabilidad y la credibilidad de estas afirmaciones. Buena parte de ellas proceden de las redes sociales. Éstas, por su escasa regulación, sirven de palestra a cualquiera para poder encaramarse y berrear a los cuatro vientos sus “verdades”. Tan pronto como proclaman su verdad encontrarán muchos oídos que secunden su testimonio y le den validez. Este proceso suele ser una de las vías de entrada de las pseudociencias y de aquellas teorías inconsistentes que, en muchas ocasiones, nos encontramos en redes sociales y en los medios de comunicación, los cuales, sin mucho miramiento, se hacen eco de ellas. Sin embargo, el hecho de que algunos se aprovechen de estas circunstancias y reciban atención, no demuestra la veracidad de sus testimonios. Somos los receptores los que debemos poner límites a la veracidad y es en este proceso en el que se producen errores por hallarnos inmersos en la sociedad y en sus valores que, evidentemente, no son perfectos. En nuestra mano está decidir si aquella comunicación o aquel testimonio que alguien nos transmite es creíble o no. 

    En este proceso de comunicación y recepción del mensaje se han dejado de lado testimonios valiosos que, influidos por prejuicios, se han desestimado por no considerar a los emisores fuentes fiables. La ciencia se hace en sociedad, así que al igual que la sociedad, no escapa a ellos a esos prejuicios.

    Uno de los aspectos más marcados de esta influencia se encuentra en lo relacionado con el testimonio aportado por las mujeres. A lo largo de la historia ha existido relación entre la aceptación por parte del receptor del testimonio y el género del emisor de éste. A este proceso Miranda Fricker lo llama injusticia epistémicaDentro de esta injusticia nos encontramos con dos tipos, la injusticia hermenéutica y la injusticia testimonial. Esta última es la que se produce cuando el conocimiento de una persona es ignorado o su credibilidad es cuestionada amparándose en la justificación de su pertenencia a un grupo social específico como los son el género y la raza. 

    Si nos centramos en el género, a lo largo de la historia las mujeres han sido apartadas en contextos en los que los valores epistémicos deberían primar y sus testimonios no se han tenido en cuenta para la producción de conocimiento, lo que ha provocado déficit de testimonios cuyos emisores han sido mujeres. Esta injusticia testimonial parte de la premisa de que el testimonio procedente de una mujer no podía tener validez, lo que muestra que se ha producido una mala influencia de los valores no epistémicos. ¿Cuánto se ha perdido a lo largo del tiempo por no haber sido receptivos a las palabras de esas mujeres que han intentado hacernos partícipes de su testimonio? 

    El planteamiento que surge de ello es si realmente el género del investigador es determinante en la formulación de las hipótesis. Frente a esta cuestión con toda certeza habrá posturas extremas. Unas que dirán que nunca se ha excluido a nadie del conocimiento por razón de género ya que éste no forma parte de los valores epistémicos propios de la ciencia. También habrá quien, precisamente, basándose en esa defensa que hacen los puristas de los valores epistémicos, considere que el género ha sido un obstáculo para entrar a formar parte de la rueda del conocimiento. Sabemos que en lo social esta exclusión por cuestión de género está presente a lo largo de la historia y ¿en la ciencia?. La ciencia no escapa a la sociedad y nos encontramos que en la producción científica se producen tanto el efecto Matilda como el efecto Mateo, en los que se produce una discriminación clara por cuestiones de género en la aportación de hombres y mujeres al conocimiento.

    ¿Cómo acabamos con este problema?  Fricker considera que para acabar con estas injusticias el proceso que se debe seguir es el de democratización de la ciencia. Con ello obtenemos una buena calidad para el conocimiento, el abanico de hipótesis es más rico y se puede luchar por encontrar unos valores epistémicos mucho más fuertes.

    Las aportaciones se deben valorar en función de los valores epistémicos, no de forma purista sino como interacción con los no epistémicos y el objetivo de este proceso debe ser la reflexión sobre si hay una relación entre ellos. 

    Siguiendo con el género como traba para participar en la creación de conocimiento, Mary Beard, en el su libro Mujeres y poder, en el capítulo “La voz pública de las mujeres”, nos hace un pequeño repaso de lo que ha supuesto una desestimación de la acción testimonial de las mujeres a lo largo de la historia.

    Su argumento se refiere a que las mujeres han permanecido en silencio durante mucho tiempo o, si han hablado, no han sido escuchadas. Hay multitud de ejemplos a lo largo de la historia y Mary Beard comienza con las palabras que Telémaco le dirigió a Penélope:


     “Madre mía —replica—, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca ... El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa” 


    Estas pocas líneas reflejan que ya desde los anales de la historia en las pruebas que quedan escritas, las mujeres han sido acalladas. No se han tenido en cuenta sus testimonios y muchos de ellos se han quedado fuera única y exclusivamente por una cuestión de género. No sólo se ha evitado que muchas mujeres dieran su testimonio, sino que incluso aún habiéndolo dado no han sido escuchadas. 

    A pesar del transcurso del tiempo siguen dándose situaciones en las cuales se acalla a las mujeres. Me parece curioso que este proceso se haya hecho más visible debido a un expansión de nuestras interacciones sociales. Nos comunicamos más y lo hacemos a una audiencia muy amplia a través de las redes sociales. El anonimato propio de las redes sociales propicia que cualquiera se atreva a decir cualquier barbaridad. Eso implica que muchas mujeres, a pesar de alzar su voz y querer expresar lo que saben, quieren, desean o les interesa son “llamadas al orden”. En muchas ocasiones esta “llamada al orden” procede de hombres que, amparados en la oscuridad que permiten las redes, fomentan las amenazas, crean discursos de odio e invocan el poderío que tienen por ser “machos”.

    Siguiendo con los ejemplos de Beard, ella nos habla de una obra de teatro de Aristófanes, Las asambleístas, cuyo argumento se basa en lo que ocurriría si las mujeres se hicieran con el poder y con el gobierno del estado. En esta obra el tema relevante es la incapacidad de las mujeres para hablar en público con propiedad o, lo que es lo mismo, que no saben adaptar su charla privada al elevado lenguaje de la política masculina. No se trata de que no se les permitiera hablar sino que se aduce que la oratoria y la expresión pública o la participación pública en los discursos eran habilidades exclusivas que definían la masculinidad como género.

    Podemos hablar incluso del timbre y el tono de voz. Tendemos a asociar la gravedad de la voz con la relevancia del contenido. Voces graves, contenido veraz y voces agudas, lamentos y quejas. Es tarea del que escucha entender que la voz es sólo un instrumento y que la esencia de las ideas es lo que realmente importa con independencia de quién las pronuncia y con qué cualidades vocales.  

    Estas actitudes se producen por igual en mujeres y en hombres. Forman parte de nuestro acervo cultural y deshacerse de ellas es un ejercicio que debemos hacer conscientemente. Debe partir de nuestra propia responsabilidad y tenemos que intentar frenarlo haciendo un esfuerzo por comprender que el contenido del discurso es lo relevante y no quién lo pronuncia ni con qué voz lo hace. En mi opinión la credibilidad debe proceder del conocimiento y es la aportación que éste hace la que tiene que ser tenida en cuenta por los receptores del testimonio.

    En los últimos años, relacionado con estas actitudes, ha aparecido un fenómeno denominado mansplaining que consiste en la explicación de cualquier aspecto de la vida o del conocimiento, en especial de un hombre a una mujer de una manera condescendiente o paternalista, bajo la premisa de que una mujer no tiene capacidad suficiente para comprender la realidad o los conceptos científicos.

    Existen varias autoras que han hecho definiciones al respecto. Lily Rothman, lo define como explicar sin tener en cuenta el hecho de que la persona que recibe la explicación sabe más sobre el tema que la persona que lo está explicando. Rebecca Solnit, por su parte, cree que el fenómeno es una combinación de exceso de confianza e ignorancia. En el ensayo original esta autora extrapoló que este proceso genera, que las mujeres sean del público general, sean profesionales o expertas en algún área, son sistemáticamente infravaloradas o que necesitan el respaldo de un varón para ser validadas. Esta situación disuade a las mujeres de manifestarse públicamente o que no sean escuchadas cuando se atreven a hacerlo. Este comportamiento condena a las jóvenes al silencio ya que concluyen que éste no es su mundo y nos acostumbra al cuestionamiento y la limitación femenina a la vez que fomenta el exceso de injustificada confianza masculina. Es evidente que en este caso un valor no epistémico afecta de forma clara a lo que una mujer podría aportar.  

    Las generalizaciones per se son malas y no debemos dejarnos llevar por ellas. Por fortuna no todos los varones se comportan de esta forma pero sí es cierto que, aunque unos pocos lo hagan, pueden menospreciar y menoscabar muchísimo el trabajo de muchas mujeres. Prueba de que estos comportamientos se dan en nuestra sociedad es la existencia de proyectos para fomentar las vocaciones científicas en las mujeres, aunque no existe una evidencia clara de que dichos proyectos sirvan de ayuda. 

    Una de las cosas que más me preocupan de este aspecto es que los valores se perpetúan en el tiempo y es muy difícil cambiarlos. Dando pequeños pasos vamos avanzando aunque en ocasiones, vuelven a surgir grupos, ideologías y tendencias en todos los ámbitos que retoman de nuevo retóricas ya pasadas. Es en este punto cuando encontramos que los valores no epistémicos pueden influir negativamente en la producción científica. Sabemos que la ciencia, al igual que la sociedad, no está libre de ellos pero tal vez debamos estar atentos y cambiar nuestros criterios para que el efecto de algunos sea positivo. 


Referencias:

Mujeres y poder. Un manifiesto. Mary Beard

Estudios útiles e inútiles por Juan Ignacio Pérez

Promover las vocaciones científicas.

 

 

 

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