Ir al contenido principal

Marchita

Kiona cuidaba de ella desde que se la habían entregado, sus primeros años de existencia se dedicó a observarla y ahora veía cómo se marchitaba. No podía hacer nada, eran las normas. Es posible que en el futuro sí pudiera alterar las cosas…tal vez, con otra tan interesante como ella. Sin embargo, ahora no, no se les permitía hasta que no hubieran madurado y comprendieran las implicaciones de las alteraciones. 

    En el momento de recibirla era una pequeña bolita que daba vueltas alrededor de una luz brillante. Había visto a lo largo del tiempo sus cambios y su desarrollo. La proliferación de seres que habían surgido le pareció fascinante, algunos habían desaparecido y otros habían ocupado su lugar. Daba igual, estaba llena de vida. 
    Le encantaban, en especial, los que habían aparecido no hacía demasiado. En muy poco tiempo habían crecido y habían ido dominando lo que les rodeaba. Habían proliferado muchísimo, tanto que, incluso, habían empezado a salir de su bolita y explorar el exterior que debía parecerles descomunal en su pequeñez. Era una lástima que nunca pudieran ver y saber que Kiona estaba allí, observándoles y, desde luego, era imposible que tuvieran la más mínima oportunidad de abarcar y comprender la inmensidad de su universo. Era importante que no conocieran cuál era su lugar en éste. Kiona sabía que en sus exploraciones buscaban vidas similares a las suyas o, quizás, nuevos espacios que conquistar si su pequeña bolita se agotaba. No lo iban a lograr, pero eso no lo sabían. 
    Kiona llevaba tiempo extrañada porque su querida bolita estaba perdiendo esplendor, no brillaba igual, había menos verde, irradiaba más calor del habitual y proliferaban las zonas donde había más aglomeraciones de esos seres dominantes. Notaba cómo otros seres estaban perdiendo sus sitios y poco a poco se iban agotando, no tardarían mucho en desaparecer. 
    Le daba pena, percibía que no iba a aguantar mucho tiempo. Le entristecía no poder consérvala un poco más, tan solo hasta que le dieran la definitiva, la que debía cuidar el resto de su existencia. Las normas son para cumplirlas, lo sabía, pero le impedían ayudar, modificar o proporcionar recursos más allá de los que estuvieran disponibles en el entorno. Esos recursos que a aquellos seres parecía que se les estaban acabando, que no los sabían gestionar, que los desperdiciaban y que su desarrollo tan rápido y tan rabioso les conduciría a marchitar su bolita.

La bolita de Kiona
    Esa bolita iba a perder la batalla y esos seres desaparecerían, no habían aprendido a preservar su entorno. Era un mundo no válido. Kiona había aprendido mucho durante ese tiempo y le apenaba dejar que se extinguieran.
    Su progenitor le apremió a deshacerse de la bolita, aunque no quería hacerlo. Mentiría, diría que la había desechado y la conservaría escondida. Le gustaban aquellos seres tan curiosos, algunas veces salvajes, y sentía mucha curiosidad por ver si eran capaces de resolver todos los conflictos que les asolaban.                            Esperaba que no se dieran cuenta de que iba a mantener con vida aquel pequeño mundo azul. Eso sí, sólo les iba a dar una oportunidad. Si no se apañaban con el pequeño cambio que iba a hacer, dejaría que se agotase y la eliminaría. 
    
    Cuando nadie parecía observarla, restauró el clima. Volvió a poner las estaciones y las temperaturas conforme a lo que deberían ser, y no las que habían conseguido al viciar su atmósfera con gases de su invención. Habían arruinado muchas zonas, y con su consumo desmedido habían degradado la vida en la bolita. 
    Esos pequeñines no se iban a dar cuenta, se sorprenderían, pero no iban a encontrar explicación a la mejora que iba a hacer. Esperaba que eso fuera suficiente y que, con todo lo que estuviera en sus manos, la mantuvieran viva. Eso sí, si no aprovechaban esa oportunidad y no conseguían ser sostenibles, no intervendría de nuevo, dejaría que se marchitara y acabaría en el Depósito de Bolas de Vida No Adecuadas, allí donde iban a parar aquellas creaciones que no podían sustentarse a sí mismas. Su padre, el Universo, no era amigo de desperdiciar energía. De hecho, no le gustaban las formas de vida que agotaban lo que se les daba. 
    Esperaría un poco, tenía la esperanza de que esos pequeños seres se pusieran en marcha y espabilaran.  
 
Nota: 
    No creo en seres sobrenaturales y sé que, salvo el azar y nuestra propia intervención, no habrá una Kiona para salvarnos de un mundo que hemos creado y que no conseguimos sostener. Sin embargo, la imaginación está para eso, para soñar que todo el desaguisado que hemos montado los humanos tuviera tan fácil arreglo como que una pequeña cuidadora de materia del Universo nos salvara de nuestras propias garras. En cualquier caso y, por si no aparece ninguna Kiona que nos eche un cable, cuidad lo que nos rodea.
 


Microrrelato creado para colaborar con la iniciativa #Polivulgadores de Café Hypatia con el tema #PVsostenible.


    

Comentarios

Lo más visto

El sonido del frío

Lo que más ha gustado

El sonido del frío

¿Sois capaces de oír el frío? ¿Olerlo? Alguien habrá contestado afirmativamente a alguna de las preguntas, ¿no? Si me lo permitís me gustaría contaros que yo sí lo oigo, aunque igual es más correcto decir que no oigo nada cuando hace mucho frío.        No, no se trata de que tenga un problema auditivo, al contrario, tengo mala vista, pero muy buen oído y olfato. En su día os conté que huelo el calor y hoy os quería contar que oigo el frío.      Os pongo en antecedentes, vivo en la costa, en un lugar desde el cual, las noches con fuerte oleaje, cuando el ruido diurno cesa, se oyen las olas como un rumor constante de fondo. A mi alrededor hay muchísimos árboles y arbustos que al más mínimo roce del viento murmuran, y que en los días de lluvia crean una sinfonía de golpeteos, choques y roces.       No es raro que se produzcan galernas repentinas, acompañadas con grandes estruendos que, suelen agitar las ramas de los árboles como si es...

¿Ese?, es un cardo borriquero

Era pequeña cuando le oí a mi amama 1 referirse a alguien como cardo borriquero . Por la cara que puso al decirlo, saqué la conclusión de que debía ser alguien con pinchos, seco y feo o, lo que es lo mismo, poco agradable.      En ese momento, mis conocimientos sobre los cardos se limitaban a la cocina. Tenía la absoluta certeza de que mi amama los cocinaba como nadie (a mí no me salen tan bien), que estaban muy ricos y que daban mucho trabajo.      Esa asociación de ideas, el cardo y una persona áspera, fea y seca, me ha durado mucho tiempo, en concreto, toda mi vida hasta hace un mes.      Este verano, para descansar cuerpo y mente, elegí ir a Dublín. Me encantó la ciudad, su ambiente, la gente y la bonita costumbre de vender flores en la calle. Disfruté muchísimo viendo los distintos puestos.       En la mayoría de ellos encontré algo parecido a unas flores de un precioso color azul que me parecieron una auténtica bell...

May the ´Darth´ side of the Science be with you.