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“El chispas”

Max entró en casa pálido, confuso y con muchas preguntas. No le quedaba mucho tiempo antes de que John llegara. Tenía que hacer lo que pudiera para que lo que iba a contar fuera una anécdota y no una locura. Por el momento, Max sólo sentía miedo, pero esperaba que hubiera algo racional en todo aquello.

    Esa mañana había llegado a la granja un inquilino nuevo. Max se ocupó del papeleo de rigor, de buscar una ubicación adecuada en el recinto y, con todo el cuidado del mundo, depositarlo en el lugar en el cual permanecería durante mucho tiempo. 

    Los días se acortaban y, a pesar del calor que envolvía la granja, se notaba que el verano llegaba a su fin. Llevaban varios días haciendo la última ronda del día casi a oscuras. A nadie le gustaba, así que se la jugaban a la hora de comer. Aquel día Max no tenía a los hados de su parte.

    De camino a la parte más alejada del recinto, donde estaban los recientes llegados, Max iba pensando en echar un rápido vistazo e irse a casa lo antes posible. Le apetecía esperar a John con la cena hecha y preparado para ver alguna serie. 

    Todos los días, sin excepción, se contaban lo más reseñable de la jornada. Se reían mucho y estaban seguros de que si alguien oyera alguna de sus conversaciones saldría corriendo como alma que lleva Satán. Max y John charlaban con naturalidad de asuntos que, al común de los mortales, le resultan desagradables, macabros, escabrosos y, con seguridad, un poco morbosos.

    Vayamos a lo que importa, Max había ido a hacer la ronda como siempre. Una vez más, iba a ser el último en salir de la granja. Caminaba tranquilo entre los recintos. En su mano la hoja de comprobación para indicar que todo estaba en orden y, si era necesario, anotar variaciones relevantes en alguno de los residentes. 

    Estaba anocheciendo, quedaba un pequeño resplandor rojo de fondo. Le llamaron la atención unas chispas de luz que procedían del lugar que ocupaba el último inquilino. Max pensó que eran luciérnagas, pero algo le resultó extraño …llevaba mucho tiempo sin ver ninguna. 

    No era miedoso, se fue acercando con paso firme y decidido. A medida que se aproximaba más y más, ese paso firme se fue convirtiendo en un andar precavido y tembloroso. Vio que el cuerpo del último inquilino presentaba zonas de la piel donde se encendían pequeñas chispas que le daban un aspecto fantasmagórico. Max era muy racional, pero no puedo evitar salir corriendo. ¡Quién iba a esperar ver un cadáver con chispas brillantes!



    Al llegar a casa pospuso preparar la cena, ya improvisarían. Se dedicó a buscar información sobre lo que acababa de ver, estaba absolutamente seguro de que no se lo había imaginado. Descartado quedaba cualquier evento paranormal, eso eran patrañas, pero tampoco encontraba sentido a lo que había visto.

    Max trabajaba desde hacía años como investigador en la Granja de Cadáveres de Washasha. Su tarea, junto con la de sus colegas, aportaba información y datos a la ciencia forense. Casualidades de la vida, o mejor dicho de la muerte, era a lo que John se dedicaba. 

    Esa última ronda, de la que Max había huido, era para comprobar que todo estaba en orden, y que no había animales cerca de los recintos en los que se hallaban los cadáveres. En definitiva, para garantizar que la degradación de los cuerpos discurriera sin perturbaciones. Nunca había visto un cadáver que desprendiera luz. Tal vez decir luz sea un poco exagerado, más bien eran pequeños brillos intermitentes en distintas partes del cuerpo.

    Se sentó a buscar información sobre algo parecido. No entendía nada: “si estás muerto, estás muerto”. Los tejidos mueren y las células con ellos. Sin embargo, algunas células de aquel inquilino (así los llamaban) brillaban como si estuvieran vivas. ¡No era posible!

    Durante una hora buscó, primero sobre células luminiscentes, y encontró que en algunos casos los líquidos de contraste para realizar pruebas médicas podían brillar. ¿Apreciar esos marcadores a simple vista? Tal vez.

    Siguió buscando y se encontró con un artículo, en el que se hablaba de que se había encontrado que ciertos genes se ponen en marcha a pesar de que el sujeto esté muerto. Pequeñas chispas de vida en las células muertas. Ante cualquier otra alternativa más irracional, le pareció una explicación bastante aceptable para lo que había visto. 

    Supuso que al hombre le habrían dado algún tipo contraste que hubiera permanecido activo en su cuerpo y que, tal vez, hubiera reaccionado con algún elemento que se hallaba en el ambiente (la granja estaba en una antigua cantera) y de ahí la luminiscencia. 

    No tenía una explicación más racional que echarse al cerebro, pero frente a no entender y tener miedo de fantasmas que no existen, mejor un razonamiento no del todo preciso, pero más razonable.

     Oyó la puerta de casa y en cuanto John entró se abalanzó sobre él, le abrazó y no tardó ni un segundo en contarle lo que había pasado y lo que había descubierto. Juntos buscaron más información, se rieron mucho y decidieron llamar al último inquilino de la granja “el chispas”. 


NOTA:

    Si me preguntáis por la clave diría que es la curiosidad. El interés por desvelar los misterios de la vida y, por supuesto, de la muerte. Creo que es la forma de comprender y poder disfrutar, aunque sólo sea de una pequeñísima parte, de lo que nos rodea. Max se podía haber dejado llevar por el pánico, asumir que había visto un fantasma e intentar convencer a otros, sembrando la duda. Sin embargo, la curiosidad y la necesidad de saber le llevaron a buscar una respuesta racional. ¡Qué sería del mundo sin la curiosidad! 


    Por si tenéis curiosidad sobre lo que os he contado os recomiendo que veáis estas dos charlas:

Granjas de cadáveres de Susana Escudero

La expresión de la muerte de Guillermo Peris



Microrrelato creado para colaborar con la iniciativa #Polivulgadores de Café Hypatia con el tema #PVclaves


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