Se esfumó y no fue por decisión propia.
Acudió con ilusión a aquella reunión, tenía problemas, como todo el mundo, pero seguro que contarlos sería un alivio.
En la confianza que daba el grupo liberó algunos de esos problemas. Nada especial, alguna factura impagada, la última ruptura amorosa, la soledad del día a día y la enfermedad a la que se enfrentaba.
¡Enfermedad! Ese fue el instante exacto en el que se activó el mecanismo automático de borrado. Nadie se percató y, por eso, pudieron continuar con la charla intrascendente. Todo el mundo parecía comprender y apoyar a Heine. ¡Qué falsedad! Ya se había activado el proceso. Heine lo percibió en sus miradas, cada vez más esquivas.
Los días pasaban y Heine se iba difuminando en sus mentes, como el recuerdo de un sueño a los pocos minutos de despertar.
Era un mecanismo de defensa contra la incomodidad que suponen los otros, un sistema infalible de borrado de las molestias de la vida. Heine desaparecía como en un gran truco de magia.
Nadie volvió a acordarse de ella, no volvieron a pensarla, ni a recrear los días en su compañía, ni a saber de ella, ya no estaba en sus mentes, había desaparecido.
Unos años después, el mecanismo de borrado saltó por los aires al recibir la noticia de la muerte de Heine. Otro mecanismo apareció, el encargado de enmascarar la realidad, el que aumenta las cotas de amistad hasta límites irreales, el que permite exclamar con voz clara y firme: "éramos muy buenas amigas, ¡la voy a echar tanto de menos!, allí estuve cuando me necesitó". Un engaño mental más. Nunca estuvieron, pero el mecanismo les hizo creer que sí.
Reunidos en el funeral, se abrazaban y lamentaban la mala suerte de Heine con la enfermedad. Nadie sabía cómo había evolucionado, ni cuáles eran las circunstancias de su muerte, tampoco parecía importarles. Eso sí, tenían el mecanismo de “ensalzamiento de la amistad” y el de “¡cuánto he hecho por ella!”, activos. Mientras tanto, una mujer con sombrero paseaba entre ellos y les daba el pésame. Todos sin excepción cantaron loas hacia sí mismos por la cantidad de apoyo que le habían dado a Heine cuando lo necesitó.
Acudió con ilusión a aquella reunión, tenía problemas, como todo el mundo, pero seguro que contarlos sería un alivio.
En la confianza que daba el grupo liberó algunos de esos problemas. Nada especial, alguna factura impagada, la última ruptura amorosa, la soledad del día a día y la enfermedad a la que se enfrentaba.
¡Enfermedad! Ese fue el instante exacto en el que se activó el mecanismo automático de borrado. Nadie se percató y, por eso, pudieron continuar con la charla intrascendente. Todo el mundo parecía comprender y apoyar a Heine. ¡Qué falsedad! Ya se había activado el proceso. Heine lo percibió en sus miradas, cada vez más esquivas.
Los días pasaban y Heine se iba difuminando en sus mentes, como el recuerdo de un sueño a los pocos minutos de despertar.
Era un mecanismo de defensa contra la incomodidad que suponen los otros, un sistema infalible de borrado de las molestias de la vida. Heine desaparecía como en un gran truco de magia.
Nadie volvió a acordarse de ella, no volvieron a pensarla, ni a recrear los días en su compañía, ni a saber de ella, ya no estaba en sus mentes, había desaparecido.
Unos años después, el mecanismo de borrado saltó por los aires al recibir la noticia de la muerte de Heine. Otro mecanismo apareció, el encargado de enmascarar la realidad, el que aumenta las cotas de amistad hasta límites irreales, el que permite exclamar con voz clara y firme: "éramos muy buenas amigas, ¡la voy a echar tanto de menos!, allí estuve cuando me necesitó". Un engaño mental más. Nunca estuvieron, pero el mecanismo les hizo creer que sí.
Reunidos en el funeral, se abrazaban y lamentaban la mala suerte de Heine con la enfermedad. Nadie sabía cómo había evolucionado, ni cuáles eran las circunstancias de su muerte, tampoco parecía importarles. Eso sí, tenían el mecanismo de “ensalzamiento de la amistad” y el de “¡cuánto he hecho por ella!”, activos. Mientras tanto, una mujer con sombrero paseaba entre ellos y les daba el pésame. Todos sin excepción cantaron loas hacia sí mismos por la cantidad de apoyo que le habían dado a Heine cuando lo necesitó.
Heine, se reía. No, no había muerto, solo se había puesto un sombrero y publicado una esquela. Estaba allí y, sin embargo, había desaparecido para todos ellos, tanto que no pudieron reconocerla a pesar de todo lo que decían haber hecho por ella.
Entrada creada para colaborar con @divagacionistas para el tema de marzo #relatosDesaparecer
Imagen de Pixabay
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