¿Sois capaces de oír el frío? ¿Olerlo? Alguien habrá contestado afirmativamente a alguna de las preguntas, ¿no? Si me lo permitís me gustaría contaros que yo sí lo oigo, aunque igual es más correcto decir que no oigo nada cuando hace mucho frío.
No, no se trata de que tenga un problema auditivo, al contrario, tengo mala vista, pero muy buen oído y olfato. En su día os conté que huelo el calor y hoy os quería contar que oigo el frío.
Os pongo en antecedentes, vivo en la costa, en un lugar desde el cual, las noches con fuerte oleaje, cuando el ruido diurno cesa, se oyen las olas como un rumor constante de fondo. A mi alrededor hay muchísimos árboles y arbustos que al más mínimo roce del viento murmuran, y que en los días de lluvia crean una sinfonía de golpeteos, choques y roces.
No es raro que se produzcan galernas repentinas, acompañadas con grandes estruendos que, suelen agitar las ramas de los árboles como si estuvieran danzando al compás de un ritmo endemoniado. Esos días las persianas suelen golpear con una cadencia propia de la percusión wagneriana o de una banda heavy en un festival.
Imaginaréis que, con un entorno boscoso, proliferan las aves, múltiples, ruidosas algunas, otras más silenciosas que solo sueltan algún murmullo de arrullo y alguna despistada que se coloca en el alféizar de la ventana para despertarte un domingo, demasiado temprano para tener ganas de piar.
Con todo, diría que vivo en un entorno privilegiado, donde la mayor parte del tiempo hay silencio. Sí, un silencio lleno de sonidos que acompañan, pero que no molestan. Un sonido que tranquiliza el cerebro, que permite pensar y que resulta delicioso al oído. Una sinfonía natural que mece y, que cuando cesa, produce extrañeza.
Os pongo en antecedentes, vivo en la costa, en un lugar desde el cual, las noches con fuerte oleaje, cuando el ruido diurno cesa, se oyen las olas como un rumor constante de fondo. A mi alrededor hay muchísimos árboles y arbustos que al más mínimo roce del viento murmuran, y que en los días de lluvia crean una sinfonía de golpeteos, choques y roces.
No es raro que se produzcan galernas repentinas, acompañadas con grandes estruendos que, suelen agitar las ramas de los árboles como si estuvieran danzando al compás de un ritmo endemoniado. Esos días las persianas suelen golpear con una cadencia propia de la percusión wagneriana o de una banda heavy en un festival.
Imaginaréis que, con un entorno boscoso, proliferan las aves, múltiples, ruidosas algunas, otras más silenciosas que solo sueltan algún murmullo de arrullo y alguna despistada que se coloca en el alféizar de la ventana para despertarte un domingo, demasiado temprano para tener ganas de piar.
Con todo, diría que vivo en un entorno privilegiado, donde la mayor parte del tiempo hay silencio. Sí, un silencio lleno de sonidos que acompañan, pero que no molestan. Un sonido que tranquiliza el cerebro, que permite pensar y que resulta delicioso al oído. Una sinfonía natural que mece y, que cuando cesa, produce extrañeza.
Sí, por eso os decía que oigo el frío, o no lo oigo depende de la perspectiva. No es habitual que la temperatura por estos lares descienda demasiado, tal vez, hasta los 2 o 3 grados Celsius. Sin embargo, cuando ocurre lo percibo y no lo hago con la sensación de frío, o con el vapor que se forma al exhalar, ni en los huesos, no, lo capto con los oídos.
Noto en mi oído una variación de presión, es como si se hubieran liberado de peso, es una sensación de ligereza, y tengo la impresión de que sería capaz de oír a un ratón mover el bigote.
Seguro que pensaréis que estoy como una cabra o que tengo intención de formar parte de los X-men, pero no creo que se trate ni de una cosa ni de la otra. Me imagino que, ante la llegada del frío, la mayoría de los animales que suelen deleitarme con sus canturreos cesan su actividad. Los perros de los alrededores estarán en sus casetas buscando calor y no se moverán.
El frío de verdad, por estas tierras, suele llegar rápido y no trae viento, así que la sinfonía arbórea cesa y los murmullos, arrullos, roces y demás notas interpretadas por la naturaleza descansan. Si añadimos que la presión cuando hace mucho frío suele bajar, ¡voilà! Ya tenemos el cóctel perfecto para que mis oídos no perciban lo que es normal que capten, y que su ausencia sea interpretada por mi cerebro como el sonido del frío. ¿Puedo oír el frío? No, en realidad lo que percibo es la ausencia del ruido de fondo y seguramente el cambio de presión en la atmósfera, pero si hay una canción que se llama “The sound of silence”, a ver quién es capaz de decirme a mí que yo no puedo oír el sonido del frío.
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