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Crónicas furiosas: la furia de mi niña

El otro día un periódico local se hizo eco de unos rumores que circulan sobre mí. Me resultó muy halagador leerlo. El titular decía:

Se alerta a la población de la presencia de una mujer menuda y de apariencia inofensiva, armada con un libro.

    Curioso, ¿verdad? El artículo contaba lo siguiente:
    “Ayer por la tarde un conocido ladrón de móviles fue detenido por la policía municipal de Washasha, tras encontrarlo aturdido y en posesión de algunos móviles que no eran de su propiedad.
    J.A.A., el presunto ladrón, sufrió el ataque de una mujer de la que, hasta el momento, se desconoce la identidad.
    El portavoz de la policía supone que la mujer se percató de que el presunto ladrón intentaba cogerle el móvil del bolso. Se encaró a él y, sin mediar palabra, sacó un libro y le propinó un golpe certero en la cara. J.A.A. quedó aturdido y con una marca roja en la mejilla derecha. No recordaba ni el aspecto de la mujer ni ningún dato que permitiera identificarla, salvo que era menuda y parecía inofensiva.
    Tras el incidente, a esta redacción han llegado una serie rumores que implican a esta mujer en actuaciones similares. Algunas de sus ‘víctimas’, desde el anonimato, han indicado que su modus operandi consiste en castigar los abusos o las infracciones con un libro.
    Suponemos que estas ‘víctimas’ no han denunciado estos hechos por sentirse culpables al ser castigadas por infringir las normas o cometer algún tipo de abuso.    
    ¿Es una heroína o una villana? Lo que es seguro es que ha dejado una huella imborrable en la cara y en la conciencia de algunas y algunos.”



    Sí, yo soy esa mujer. Mi nombre es…, en realidad da igual porque a quien quiero que conozcáis no es a mí.
    Siempre lo he sabido. La primera discusión de mi vida la zanjé con un mordisco. Sí, soy violenta, pero no de manera gratuita. Lo soy ante la injusticia y el abuso, sin embargo, desde aquel incidente no lo había manifestado nunca…hasta ahora.
    No he estallado en mi vida, nunca he sufrido un ataque de ira, jamás he agredido a nadie, no me impongo, no discuto si no es necesario, acato las normas y las leyes, soy educada y no he tenido una disputa a gritos en ningún momento.
    La vida, para una persona como yo, puede ser un auténtico infierno. El día de aquel incidente, que resolví con un mordisco, me dijeron que la violencia no arregla nada. Lo cierto era que no lo creía, pero, aunque tuviera unas ganas locas de soltar la mano o los dientes, me controlaba. Tenía en mi interior a la ‘furia de mi niña’ reprimida.
    Entendí muy rápido que las normas sociales hacen inviable responder con una bofetada a una estupidez, con un mordisco a un agravio, con un pellizco a una falta de respeto, con un cabezazo a un roce no solicitado o con una patada a un abuso de poder.
    Me he dedicado toda la vida a sonreír, a ser amable y a zanjar cualquier enfrentamiento con una frase de disculpa, un breve diálogo, una huida o aceptando unas condiciones que, desde luego, eran inadmisibles y no me satisfacían.
    Tras mucho tiempo conteniéndome y tras la repetición de situaciones similares una vez y otra vez e, incluso, una más, el muro de contención terminó por caer. Mi pequeña furia interior, la del mordisco, surgió para hacer de las suyas que, en realidad, son las mías. Asomó el morrito y se quedó conmigo.
    La echaba de menos, la dejé de lado en mi infancia y debo reconocer que su presencia me confortaba, me daba sensación de seguridad, pero en aras de la convivencia y no sé qué cosas más que me sonaron a discurso hueco, tuve que abandonarla.
    Su retorno fue a lo grande. Ocurrió un día en el metro, otro viaje aguantando ruidos, conversaciones a voces, empujones y roces. A mí lado un individuo con el que suelo coincidir en la parada. Nunca se había sentado conmigo y, la verdad, es que más le habría valido no hacerlo.



    Supongo que le molestaban sus testículos porque tras sentarse abrió las piernas, tanto que tuve que pegarme a la ventana para no rozarme con él. Tuvo la ocurrencia de apoyar su mano en el asiento, cerca del lugar que ocupaba mi nalga izquierda y, sutilmente, dejó que sus dedos me rozaran mientras me ofrecía una sonrisa bobalicona. Ese fue el momento exacto de la caída del muro, el instante en el que acepté la compañía de ‘la furia de mi niña’.
    Mi pequeña furia, más lista que yo, tomó el control. Me hizo tener la frialdad necesaria para mantener mi nalga en el sitio y para devolverle una sonrisa al tipo. Se lo tomó como una promesa de algo más. Ni por un instante se imaginó que esa sonrisa es la forma en la que mi furia se presenta de forma delicada y sutil, no avisa, no grita, no eleva la voz, simplemente sonríe con placer anticipado.
    Fui dejando que el vagón se vaciara y, en el momento en el que no tuvimos a nadie alrededor, saqué el libro que llevaba en el bolso. Lo sostuve firme y, girándome con una sonrisa en los labios, le golpeé con el canto en la boca. No os imagináis lo dulce que fue escuchar el ruido del impacto.
    Sin más me levanté, le di un par de suaves bofetadas y, con una gran sonrisa, le avisé con calma y tranquilidad.
    —Si te vuelvo a ver sentado de esa manera o acosando a alguien, el libro que te estamparé será más gordo. ¡Ah! Y la próxima vez no será en la cara —dije señalando su entrepierna.
    El libro que tenía en la mano era el cuarto tomo de una famosa saga de dragones y os aseguro que más de mil páginas dan muchas satisfacciones.
    Me sentí tan bien que fui a una terraza a tomarme un café y reflexionar sobre la violencia. Estoy segura de que mi opinión es impopular y que creéis que la violencia no resuelve nada, pero os equivocáis. Ese golpe dirigido y gestionado por mi furia, que es muy calmada, me había liberado.
    Se había pasado la presión que sentía siempre en la mandíbula, mi cabeza estaba ligera y fresca. Tenía absolutamente claro que ese era el comienzo de mi liberación del yugo del ‘hay que ser buena’, del ‘no discutas’, del ‘da igual’, del ‘si no va a cambiar nada’; ya os digo yo si las cosas cambian con una furia sonriente enarbolando un libro gordo.
                        
                                           ……continuará.

 Una recomendación musical que acompaña muy bien a esta crónica y encaja con su esencia

Si vaig a l’infern del grupo Les Buch

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