Ir al contenido principal

Crónicas furiosas: un día de perros

Mis amistades dicen que desde hace unos meses soy otra. Sigo siendo una guindilla, soy inquieta por naturaleza, pero comentan que trasmito una paz interior que no me habían visto antes. No les he contado que ‘la furia de mi niña’ anda por aquí y que su compañía es tan relajante que no comprendo cómo la he tenido tanto tiempo escondida.
    En realidad, sí sé por qué lo había hecho: formalismos sociales, presiones morales y cuestiones de convivencia. En cualquier caso, a pesar de la mala impresión que os haya podido causar, no soy agresiva, no busco enfrentamiento gratuito; soy violenta, sí, y ante los malos comportamientos y las injusticias, mi furia y yo golpeamos con precisión y ganas.
     Supongo que os acordáis del incidente con el tipo del metro. Lo cierto es que me sentí genial. La furia de mi niña me acompañaba y eso me daba la certeza de que estaba lista para responder con frialdad a cualquier tipo de abuso o incorrección.
     Ni mi furia ni yo no somos aficionadas a las armas, aunque nos chiflan las katanas, pero no vemos factible ir por la calle con una. Sin embargo, teníamos que elegir algo que nos sirviera en nuestros ataques. El asunto se resolvió de la manera más simple, lo único que llevo siempre encima y que puede ayudarnos con la educación cívica de algunas personas es un libro. Así que esa va a ser nuestra arma, aunque no descartamos usar otras como alfileres, ortigas o cualquier utensilio pequeño y manejable que pueda causar daños reparables, pero molestos.

Dibujo de Gaby Blackart

    El libro hizo su trabajo un par de días más tarde cuando estaba paseando a mi perro. Seguro que, tanto si tenéis perro como si no, os habréis dado cuenta de que en muchas ocasiones quienes cuidan de estos preciosos bichitos no tienen ninguna consideración con su entorno. No tengo ninguna duda de que habéis pisado alguna decoración olorosa dejada en la acera, os habéis tropezado con un perro que ladraba a cualquiera que tuviera la osadía de pasear por la calle o que algún Toby o Boby os haya dejado todos sus dientecitos marcados. ¡Ah! Y eso sin contar que hay gente que les tiene miedo y, ante un perro suelto, sienten pavor.
    Entiendo que mi perro es mío y que soy la responsable de las molestias que pueda causar así que, en mi mano está el que no se convierta en un incordio para otras personas.
    Puky pasea siempre con correa y a mi lado. Es posible que me imaginéis con un perro pequeño, un chihuahua o similar, nada más lejos de la realidad, tengo un mastín. Un pedazo de perro, guapo, divertido y más bueno que el pan.
    Estábamos dando un paseo haciéndonos compañía y pensado cada uno en lo nuestro, Puky en revolcarse en la hierba y comer galletas, y yo enfrascada en una conversación con mi furia sobre lo mal que se comporta la gente y lo incívicos que podemos llegar a ser.
    De frente y a unos cien metros, vi a otra paseante, llevaba un perro sin correa. El animalillo tardó la friolera de un segundo en venir corriendo a atacar a Puky, ¡qué osadía! Tras él y con toda la tranquilidad del mundo iba la mujer.
        —¡Pipiiiiii, quieto! —le gritaba a distancia y sin prisa.

El arma elegida para la ocasión.


    A Pipi los gritos de su dueña no le impresionaron y a su dueña que su perro fuera derecho a atacar a un mastín, creo que tampoco.
    Puky se lo podría comer de un bocado, pero está bien enseñado y es un bobalicón que se habría dejado morder, no sabe atacar, así que, la que se puso delante para parar al atacante fui yo.
La paseante tardo un poco en llegar.
        —Es que es un poco agresivo, pero luego no hace nada —dijo y, en lugar de pedir perdón, se rió.
    Hace un tiempo la hubiera dejado allí, me hubiera ido sin más, pero mi querida furia es mi asesora y ella sabe lo que hace. Me mandó respirar profundamente. Esperé a que la susodicha tuviera atado al perro con una correa que ella, un segundo antes, llevaba a modo de fular.
        —Bien, yo tampoco hago nada, pero tengo una amiga que sí —le dije con voz calmada.
    Mientras me miraba como las vacas al tren, saqué del bolso el libro que estaba leyendo, una historia escrita por un amigo que había tenido a bien regalarme, y le golpeé. No, esta vez no usé el canto del libro; la distancia y el formato del libro no eran adecuados, tapa blanda y no demasiado grueso. Lo usé como extensión de mi mano y le di una bofetada con él, fue perfecto. 
    Mientras le caían dos lagrimas, no sé si por el dolor o por la vergüenza, le dejé bien claro que como volviera a ver a su perro suelto y molestando a otros perros no solo le golpearía con un libro más gordo, sino que me llevaría a su perro y se lo daría de comer al mío (jamás le haría daño a un animalito, pero ella no lo sabía). Mi furia y yo respiramos hondo, sonreímos y nos fuimos tan felices.
    Unos días más tarde me la volví a encontrar, Pipi iba con correa y se le veía tranquilo paseando. Se paró a hacer sus cosas y me pareció que su dueña iba a seguir su camino y a olvidarse de recoger. Mi furia me dio indicaciones precisas sobre lo que debía hacer: llamar a Pipi y, cuando ella levantara la vista, enseñarle el magnífico libro que estaba leyendo, setecientas páginas en tapa dura.
    Así lo hice y la paseante de Pipi no tardó ni un instante en agacharse y recoger lo que su perrito había dejado adornando la acera.
    La furia de mi niña y yo nos fuimos satisfechas, ese día habíamos evitado que alguien se fuera con una decoración olorosa en un zapato y que algún perro inocente fuera atacado.
…continuará.

Mil gracias a José Ángel por el regalo que me ha servido de fuente de inspiración para esta pequeña crónica.
Si no has leído la primera entrega de Crónicas Furiosas lo puedes hacer aquí

Comentarios

Lo más visto

¿Ese?, es un cardo borriquero

Lo que más ha gustado

¿Ese?, es un cardo borriquero

Era pequeña cuando le oí a mi amama 1 referirse a alguien como cardo borriquero . Por la cara que puso al decirlo, saqué la conclusión de que debía ser alguien con pinchos, seco y feo o, lo que es lo mismo, poco agradable.      En ese momento, mis conocimientos sobre los cardos se limitaban a la cocina. Tenía la absoluta certeza de que mi amama los cocinaba como nadie (a mí no me salen tan bien), que estaban muy ricos y que daban mucho trabajo.      Esa asociación de ideas, el cardo y una persona áspera, fea y seca, me ha durado mucho tiempo, en concreto, toda mi vida hasta hace un mes.      Este verano, para descansar cuerpo y mente, elegí ir a Dublín. Me encantó la ciudad, su ambiente, la gente y la bonita costumbre de vender flores en la calle. Disfruté muchísimo viendo los distintos puestos.       En la mayoría de ellos encontré algo parecido a unas flores de un precioso color azul que me parecieron una auténtica belleza. Me llamó mucho la atención su color y su forma, muy alejada

¡Emosido engañado!

Una conversación en un lugar de ficción cuyo nombre no recuerdo. No tenía ni idea de cómo se había iniciado el diálogo, pero me senté y puse la oreja.      —…es que yo soy ‘de letras’ —había pronunciado una mujer, llamémosla Ada.      Su interlocutora, llamada Hedy, bufó. Parecía harta de oír esa frase sin terminar de entender a qué se refieren quienes la usan.      Pensé que Hedy se iba a callar, pero en lugar de dejarlo correr, dio comienzo a un diálogo que nunca olvidaré.      —¡Ah! Así que eres ‘de letras’ —dijo con sorna —entonces te dedicas a la genética.      —¿Genética? —espetó Ada con incredulidad —. ¡Si te he dicho que soy ‘de letras’!      —Pues eso, la genética son letras, ¿no? —explicó Hedy con calma y gritó —¡GATTACA! —. Dejó que Ada pensara un segundo —. La palabra que contiene las letras que se usan para escribir el código genético. ¿Te suena?     Me pareció muy graciosa su respuesta , así que seguí a la escucha.      —Claro que me suena —admitió Ada. Sin embargo

May the ´Darth´ side of the Science be with you.